SERPIENTES Y ESCALERAS

Anoche soñé que viajaba en metro. Por lo menos una vez a la semana sueño que viajo en metro o en tren. No son sueños muy placenteros. Viajando siempre por líneas que no existen, por estaciones raras, haciendo transbordos kilométricos hacia ninguna parte. En esos sueños nunca encuentro la estación o la línea de metro que me conecte con mi casa, con algo que conozca. Algunas veces los transbordos y la búsqueda de una estación conocida me lleva a la desesperación y despierto con mal cuerpo.

En realidad, viajar en metro, cuando no lo hago en sueños, es  una cosa que me gusta hacer. Y ya ni hablemos de viajar en tren, viajar en tren es increíble. Amo tanto viajar en tren como odio volar (triste que alguien que vive a más de 8,000 kilómetros de su país de origen, deteste tanto volar). Nací, y he vivido casi todos los años que tengo, en una gran urbe, una ciudad donde el metro es tan necesario casi como comer y respirar. Los trenes de metro han sido como mi útero de hierros y plásticos. En el metro he comido, desayunado, cenado. En el metro he reído, he llorado, he sido feliz y he sentido mucho miedo. En el metro me he reencontrado con gente maravillosa, también con personas de cuyo nombre no quiero acordarme. Me gusta leer en el metro. En el metro me esperaba mi madre para ir a pasear: lo que más me revienta recordar…

El metro da problemas, no seré yo quien se olvide de todas las putadas implícitas en el arte de viajar en metro. El metro es una cosa larga que nos recuerda que no paramos de ir y de venir por obligación. El metro es una constante que nos estampa en la cara el mensaje que dice que siempre vamos. El metro es una metáfora mecánica del movimiento natural de la tierra. El día que la tierra se detenga, el día que todos los trenes de metro del mundo se detengan, ese día nos va a caer la tragedia (ahí lo dejo).

Cuando pienso en la enorme ciudad que me vio nacer y en sus líneas de metro y estaciones atestadas de gente, de ruido, de cosas, me viene a la mente ese juego de mesa llamado Serpientes y Escaleras. Tirando dados todo el día, subiendo, bajando. Avanza…, retrocede…, castigo: tienes que esperar una hora mientras reparan la avería; tienes que esperar un rato mientras recogen lo que queda de una vida triste que ha decidido apagarse a golpe de vía… Ganas cuando sorteas todo aquello, cuando, después de ese restregarse de cuerpos en hora pico, logras llegar a casa, o al trabajo, o a donde fregados sea que vayas, porque siempre, siempre vamos.

Ahora vivo en otra ciudad con metro y con tranvía —también me gusta el tranvía—. Y acá también observo algunas de las cosas inherentes al viaje en el gran metro universal: gente que entra sin dejar salir; teléfonos móviles a todo volumen con la música más vomitiva de la tierra; subir y bajar escaleras (¡¡¡avance!!! ¡¡¡retroceda!!! ¡¡¡castigo!!!). Aquí hay menos cuerpos pegados bailando “La danza de la hora pico” porque es una ciudad mucho más pequeña y mejor organizada, pero, ¿saben?, aquí también siempre vamos. 

Como todo bicho mecánico que se desplaza por debajo, a ras o en lo alto; llevando humanos, cual garrapatas, de un lado para otro; cada metro (línea, tren, etc.) tiene sus particularidades. En el de mi ciudad de acogida he tenido que aprender que hay estaciones que actúan como el jardín de senderos que se bifurcan. Distintas líneas de metro que parten de la misma vía hacia diferentes destinos. Aquí no hay iconos para distinguir una estación de la otra. Aquí el horario de llegada del tren a la estación no es un secreto celosamente guardado; al contrario, es un mantra que todos repetimos en nuestras cabezas cuando miramos las pizarras que anuncian a qué hora nos vamos.

Si algún día la vida me lleva a vivir a una ciudad sin metro, no sé, me sentiría como pollo sin cabeza y sé que echaría mucho, muchísimo de menos, subirme a un tren y  fluir por sus arterias.

Y el tren. Viajar en tren es como tocar la perfección, y viajar en tren de alta velocidad (AVE) es como la perfección con mayúsculas. No me importa terminar con las nalgas tipo tabla después de seis, ocho, o diez mil  horas de viaje. Me gusta, me gusta viajar en tren y punto. Y me imagino que viajar en esos trenes temáticos, diseñados para que la experiencia sea como un viaje en el tiempo —tipo  Tren Al Andalus—, me imagino que esos viajes deben ser el cielo del cielo del cielo de los que nos gusta el viaje en tren, pero eso sólo me lo imagino, porque son bastante caros para unos bolsillos tan poco celestiales como los míos. Si algún día tengo el placer de hacer un recorrido de esos, ese día bajaré del cielo y lo compartiré con todos ustedes, lo prometo. 

Libros y películas sobre los viajes en tren hay un montón. No he leído todavía esa novela de la que todos hablan (o eso dicen las webs que reseñan y/o venden libros): La chica del tren (Ed. Planeta) de Paula Hawkins. Y no sé si todos hablan, pero sé que ha vendido varios millones de libros. Creo que la dejaré para algún viaje de tren próximo.

Sobre el viaje en metro, o del metro como telón de fondo, faltan autores atrevidos. Sin embargo, novelas como Metro 2033 (Ed. Timun Mas) de Dmitri Glujovsky; esa historia sobre una guerra nuclear que lleva a miles de ciudadanos moscovitas a refugiarse en las estaciones del metro y crear un universo oscuro y lleno de peligros; se han aventado de cabeza y sin protección hacia el mundo de vías, túneles y vagones. Aunque yo me quedo con el cuento “La Fiesta Brava”, en El principio del placer (Ed. Era), del maestro José Emilio Pacheco, porque es una historia que me queda más cerca, es una historia que puedo imaginar con todos sus olores, con todos sus colores. Un cuento dentro de un cuento. Un vagón de metro que se convierte en un portal hacia otro mundo:

«¿no le gustaría conocer algo que nadie ha visto y que usted no olvidará nunca?, puede confiar en mí, señor, no trato de venderle nada, no soy un estafador de turistas, lo que le ofrezco no le costará  un solo centavo (…)

no puedo decirle ahora, señor, pero estoy seguro de que le interesará, sólo tiene que subirse al último carro de último metro el viernes 13 de agosto en la estación Insurgentes, cuando el tren se detenga en el túnel entre Isabel la Católica y Pino Suárez y las puertas se abran por un instante, baje y camine hacia el oriente por el lado derecho de la vía hasta encontrar una luz verde, si tiene la bondad de aceptar mi invitación lo estaré esperando, puedo jurarle que no se arrepentirá, como le he dicho es algo muy especial (…)» 

(Fotografía, Iván Jerez)

221B BAKER STREET



Debo confesar que el referéndum británico para la salida o permanencia en la zona euro, me agarró leyendo la obra completa de Arthur Conan Doyle sobre el investigador más importante que ha parido la literatura: Mr. Sherlock Holmes. Andaba yo, dándole duro a las página de “El signo de los cuatro”, creo recordar, cuando Gran Bretaña dijo BREXIT; ellos por su lado y Europa por el suyo. Al ser residente de un país de la Unión Europea, pensé: Huelemoles, date prisa, no vaya a ser que se te venga el tiempo encima y los ingleses decidan que se quedan a Sherlock nomás para ellos. Luego me enteré que esto de la “desconexión” de Europa, es un proceso lento, que pasarán algunos años hasta que se rompa del todo la relación. ¡Uf! ¡Qué alivio! Me quedé más tranquila. Eso sí, si quiero leer autores ingleses, me voy a dar prisa, no vaya a ser que…

Confieso que leí a Sherlock hace muchos años, pero yo todavía era adolescente y los vampiros y las historias de terror eran lo mío, así que el detective no me hizo muchas cosquillas. Leí “El perro de Baskerville”, pasé de largo y seguí a mi bola. 

Actualmente tengo un sistema de lectura, basado en periodos concretos, que me ha servido para disfrutar mucho más del universo de autores, temáticas y géneros de los libros que leo (de eso ya les contaré en otra ocasión). 

Estando, como estoy, en un periodo de lectura concreto (que me está llevando ya casi dos años), cayó en mis manos un libro muy interesante, titulado: Los años perdidos de Sherlock Holmes, (Ed. Acantilado), de un autor tibetano:  Jamyang Norbu. La novela crea un puente temporal entre el cuento “El problema final” (Memorias de Sherlock Holmes) y “La casa deshabitada” (El regreso de Sherlock Holmes). Jamyang Norbu es más que un fan de Sherlock Holmes y de la obra de Arthur Conan Doyle; es un escritor con una capacidad extraordinaria para “revivir” a Sherlock, recrear su esencia, mientras nos regala una historia divertida. 

Mención aparte merece la figura de Hurree Chunder Mookerjee, el personaje que acompaña a nuestro detective en esa gran aventura, su Watson asiático. Porque Norbu, no sólo es un buen escritor, un freak de Conan Doyle, etc.; es, a demás, un fan de hueso colorado de Rudyard Kipling, creador de Mookerjee en la novela “Kim”. En definitiva, hace que dos universos literarios se toquen suavemente; que dos autores contemporáneos convivan y se entiendan. A muchos puristas puede parecerles sacrilegio y todo ese tipo de calificativos que suenan tan graves; a mí me gusta que estas cosas pasen y que tengan resultados tan buenos, porque gracias a ello me di a la tarea de leerme la obra completa de Sherlock (por orden de publicación, me ha resultado más fácil y me gusta eso de ir y volver en el tiempo a través de las aventuras de los inquilinos del 221B de Baker Street) y la estoy disfrutando como, seguro, no lo habría hecho de ser más joven. Y, claro, más adelante, me voy a zambullir en la obra de Kipling.

Es sorprendente la influencia tan grande que Sherlock Y Watson tienen en tantas obras posteriores a sus aventuras. No sólo en la literatura, en la que muchos, como Norbu, se han atrevido a continuar con su legado. En el cine, en los cómics, en las series: las series policiacas están repletas de Sherlocks y Watsons. Y también hay series, y películas, basadas concretamente en ellos, pero eso, eso ya todos lo sabemos.

Es difícil pensar en Sherlock Holmes y que no te vengan a la cabeza tantos temas sobre él, sobre  su personalidad y la forma tan característica de resolver crímenes y de enfrentar la vida. Es difícil no pensar en Conan Doyle y esa vida tan fascinante de la que hablan sus biógrafos. Es difícil no pensar y especular sobre la forma en la que se llegó a construir una obra que sigue siendo tan atractiva hoy en día. Imposible leer a Sherlock y no impregnarse del ambiente y de la época en la que todo aquello sucede. Imposible no dejarse llevar por el sentimiento que mejor define el pensamiento de aquellos que se enfrentaron a la llegada de un nuevo siglo, aquellos que ya tocaban con las manos el futuro:

—¿Qué sentido tiene todo esto, Watson? —dijo Holmes solemnemente mientras dejaba a un lado el documento—. ¿Qué propósito persigue este círculo de aflicción, violencia y miedo? Sin duda ha de tender hacia algún fin pues, si no, nuestro universo está regido por el azar, lo cual es inconcebible. Pero, ¿qué fin? Aquí tiene usted el eterno problema sobre el cual la razón humana está tan lejos de poder responder, como siempre. (“La caja de cartón” en Su última reverencia)

(Fotografía, Iván Jerez)

BIENVENIDA, SEÑORA D. (Cuento)


Me inquieta mucho el futuro. A veces paso horas pensando cómo lucirá todo en algunos años, qué dirección tomará todo lo que conocemos, qué crearemos y de qué vamos a valernos para seguir con vida. Tengo mis teorías, tengo mis propios miedos e ilusiones al respecto, como todo el mundo. Escribir ficción es mi manera de materializar todas esas conclusiones. Siento que es una manera de darle sentido a lo que me ronda en la cabeza. 
"Bienvenida, señora D", es una pequeña historia que escribí un día de esos en los que pensar en el futuro me provoca vértigo.




Bienvenida, Señora D.

Allá, lejos, escuché esa voz. Cómo responder, si estoy suspendida, estoy en medio de alguna parte y a punto de caer. Sin control, perdiendo el control. Estoy cayendo, cayendo…

—No puedo ver nada —respondo. Mi voz suena metálica. Mi voz sale de algún lugar. Mi voz suena y detiene mi caída. Quiero decir algo más, quiero hablar para que mis palabras me fijen sobre la superficie que seguramente me sostiene.

—¿Señora D?

No sale nada. Recurro al sonido. ¿Pistones? ¿Pitidos? Un clic, otro clic, un clic más de un ratón de ordenador. Suenan también las teclas; la voz escribe palabras cortas. Imaginó «síes», «noes», cosas así. Más pitidos: pi-pip, pi-pip… Y sí..., algo que parece el sonido de pistones… Recuerdo un tema lejano aprendido en la universidad sobre las bombas hidráulicas: cavitación, aireación… La voz me trae de nuevo a donde quiera que esté. Sé que escucho, sé que hablo, pero sigo sin poder ver. 

—No, no puedo. 

—Tranquila, señora D… A ver…, a ver… ¡Lo tengo! Culpa mía, señora, lo siento. 

Clics, clics veloces; palabras largas, frases enteras quizás. La voz teclea con seguridad. —Sí, muy bien… Así…, así… ¡Perfecto! —se felicita la voz— Abra los ojos, señora D.

Un clap espantoso recorre mi cabeza. Algo se ha roto dentro de mí. No quiero poner atención en nada, no quiero escuchar, no quiero volver a decir una palabra más. El dolor es intenso, el dolor quema, punza, rasga. Voy a caer otra vez y no tengo fuerza.

—Señora D, escuche —sus palabras me llegan lejanas y aún así son dolorosas—. Escuche: lo que está experimentando es normal y le aseguro que pasará pronto. Escúcheme. Visualice unos hermosos ojos cerrados. Los párpados se abren, así, lentamente. Puede sentir el aleteo gracioso de sus pestañas. ¿Verdad que alzan el vuelo? La luz entra, tenue, un hermoso halo de luz que la recibe tras un hermoso sueño… No, no se apresure… así, muy bien. Suave…, muy suavemente…

He pasado del negro al blanco. El dolor de mi cabeza se aleja, se va haciendo pequeño. La luz da paso a manchas de colores. Formas oscuras que están cobrando sentido. Fabrico imágenes y perspectivas. Ahora  puedo saber que estoy de pie, montada en una superficie algo elevada. La voz viene de este joven con bata blanca que está justo a mi derecha. Me mira desde abajo, levantando la cabeza, luego se aleja unos pasos, hasta su escritorio, teclea o hace clic y se acerca otra vez. Frente a mí hay una cristalera, enorme, que me separa de al menos una docena de individuos con batas blancas que me observan encantados. 

—No se preocupe, señora D, —interrumpe la voz— hemos dado un paso de gigantes hoy. Muy pronto resolveremos todos los obstáculos que se nos vayan presentando y tendrá una vida maravillosa, se lo aseguro. Siempre estaremos con usted. Lo importante ahora es que sus sentidos del oído, de la vista y del habla han respondido favorablemente.  Por mi parte, es todo. La veré mañana. 

Escucho aquello sin poner demasiada atención. Mis ojos se están comiendo lo que ven. Las personas detrás de las cristalera me aplauden. Los pitidos vienen de múltiples  máquinas, cuyos cables van a parar a donde estoy yo. El sonido de los pistones sale de la parte inferior de mi cuerpo, intento agachar  un poco cabeza para observarme. 

No puedo moverme.

La voz se ha ido. Una mujer de mediana edad, a la que ubico como una de las entusiastas del grupo de la cristalera, entra a la habitación. Me está sonriendo con admiración. Su sonrisa es grande, tan grande que parece capaz de dar la vuelta como un calcetín. Sus ojos brillan.

—¡Señora, D! ¡Bienvenida!. No se preocupe, va a moverse pronto, se lo aseguro. Por eso estoy aquí. Mi nombre es —nombre raro y apellido aún más extraño— , seré la psicóloga encargada de ayudarle a adaptarse a esta nueva nueva vida, porque, déjeme decirle una cosa, señora D: ¡lo ha logrado!, ha logrado traspasar el muro enorme con el que todos, sin excepción, nos encontramos al final del camino. Emocionante, ¿verdad?

Entonces, todo cobra sentido.

—Entiendo, doctora, ahora lo entiendo todo. Sé que no tengo capacidad para producir lágrimas, pero sepa usted que estoy llorando.

Todo acaba de cobrar sentido.

(Fotografía, Iván Jerez)

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