BIENVENIDA, SEÑORA D. (Cuento)


Me inquieta mucho el futuro. A veces paso horas pensando cómo lucirá todo en algunos años, qué dirección tomará todo lo que conocemos, qué crearemos y de qué vamos a valernos para seguir con vida. Tengo mis teorías, tengo mis propios miedos e ilusiones al respecto, como todo el mundo. Escribir ficción es mi manera de materializar todas esas conclusiones. Siento que es una manera de darle sentido a lo que me ronda en la cabeza. 
"Bienvenida, señora D", es una pequeña historia que escribí un día de esos en los que pensar en el futuro me provoca vértigo.




Bienvenida, Señora D.

Allá, lejos, escuché esa voz. Cómo responder, si estoy suspendida, estoy en medio de alguna parte y a punto de caer. Sin control, perdiendo el control. Estoy cayendo, cayendo…

—No puedo ver nada —respondo. Mi voz suena metálica. Mi voz sale de algún lugar. Mi voz suena y detiene mi caída. Quiero decir algo más, quiero hablar para que mis palabras me fijen sobre la superficie que seguramente me sostiene.

—¿Señora D?

No sale nada. Recurro al sonido. ¿Pistones? ¿Pitidos? Un clic, otro clic, un clic más de un ratón de ordenador. Suenan también las teclas; la voz escribe palabras cortas. Imaginó «síes», «noes», cosas así. Más pitidos: pi-pip, pi-pip… Y sí..., algo que parece el sonido de pistones… Recuerdo un tema lejano aprendido en la universidad sobre las bombas hidráulicas: cavitación, aireación… La voz me trae de nuevo a donde quiera que esté. Sé que escucho, sé que hablo, pero sigo sin poder ver. 

—No, no puedo. 

—Tranquila, señora D… A ver…, a ver… ¡Lo tengo! Culpa mía, señora, lo siento. 

Clics, clics veloces; palabras largas, frases enteras quizás. La voz teclea con seguridad. —Sí, muy bien… Así…, así… ¡Perfecto! —se felicita la voz— Abra los ojos, señora D.

Un clap espantoso recorre mi cabeza. Algo se ha roto dentro de mí. No quiero poner atención en nada, no quiero escuchar, no quiero volver a decir una palabra más. El dolor es intenso, el dolor quema, punza, rasga. Voy a caer otra vez y no tengo fuerza.

—Señora D, escuche —sus palabras me llegan lejanas y aún así son dolorosas—. Escuche: lo que está experimentando es normal y le aseguro que pasará pronto. Escúcheme. Visualice unos hermosos ojos cerrados. Los párpados se abren, así, lentamente. Puede sentir el aleteo gracioso de sus pestañas. ¿Verdad que alzan el vuelo? La luz entra, tenue, un hermoso halo de luz que la recibe tras un hermoso sueño… No, no se apresure… así, muy bien. Suave…, muy suavemente…

He pasado del negro al blanco. El dolor de mi cabeza se aleja, se va haciendo pequeño. La luz da paso a manchas de colores. Formas oscuras que están cobrando sentido. Fabrico imágenes y perspectivas. Ahora  puedo saber que estoy de pie, montada en una superficie algo elevada. La voz viene de este joven con bata blanca que está justo a mi derecha. Me mira desde abajo, levantando la cabeza, luego se aleja unos pasos, hasta su escritorio, teclea o hace clic y se acerca otra vez. Frente a mí hay una cristalera, enorme, que me separa de al menos una docena de individuos con batas blancas que me observan encantados. 

—No se preocupe, señora D, —interrumpe la voz— hemos dado un paso de gigantes hoy. Muy pronto resolveremos todos los obstáculos que se nos vayan presentando y tendrá una vida maravillosa, se lo aseguro. Siempre estaremos con usted. Lo importante ahora es que sus sentidos del oído, de la vista y del habla han respondido favorablemente.  Por mi parte, es todo. La veré mañana. 

Escucho aquello sin poner demasiada atención. Mis ojos se están comiendo lo que ven. Las personas detrás de las cristalera me aplauden. Los pitidos vienen de múltiples  máquinas, cuyos cables van a parar a donde estoy yo. El sonido de los pistones sale de la parte inferior de mi cuerpo, intento agachar  un poco cabeza para observarme. 

No puedo moverme.

La voz se ha ido. Una mujer de mediana edad, a la que ubico como una de las entusiastas del grupo de la cristalera, entra a la habitación. Me está sonriendo con admiración. Su sonrisa es grande, tan grande que parece capaz de dar la vuelta como un calcetín. Sus ojos brillan.

—¡Señora, D! ¡Bienvenida!. No se preocupe, va a moverse pronto, se lo aseguro. Por eso estoy aquí. Mi nombre es —nombre raro y apellido aún más extraño— , seré la psicóloga encargada de ayudarle a adaptarse a esta nueva nueva vida, porque, déjeme decirle una cosa, señora D: ¡lo ha logrado!, ha logrado traspasar el muro enorme con el que todos, sin excepción, nos encontramos al final del camino. Emocionante, ¿verdad?

Entonces, todo cobra sentido.

—Entiendo, doctora, ahora lo entiendo todo. Sé que no tengo capacidad para producir lágrimas, pero sepa usted que estoy llorando.

Todo acaba de cobrar sentido.

(Fotografía, Iván Jerez)

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